Hoy como cada día salgo a correr,
aunque no me apetezca en absoluto, estoy cansada tras un día duro e intenso,
además ya es algo tarde, pero sé que a la vuelta me sentiré renovada, así que
busco en mi armario mis nuevas zapatillas equipadas con la última tecnología
para absorber y amortiguar los impactos de mis pisadas, con suela gruesa y
ergonómica para impulsarme y a la vez tan cómodas y flexibles para poder llevar
sin problema el ritmo sin olvidar el maravilloso estilo que tienen. Después de
la pasta que me han costado, prácticamente debería correr sin esfuerzo. Cojo
mis calcetines reforzados y super transpirables. Me pongo mi sujetador reductor deportivo, mis
mallas de compresión para running y mi camiseta de licra, ligera, opaca y con
bandas reflectantes. Busco en el cajón el brazalete para el móvil y ya estoy
rápidamente lista para salir a correr.
Salgo del portal y me doy cuenta
que en poco rato el sol desaparecerá en el horizonte. Hoy pensaba hacer una
ruta nueva que sale del barrio y se mete entre las pistas de los campos y del
bosque y como soy bastante cabezona y cuadriculada decido seguir adelante con
mi plan. Estiro un poco antes de empezar,
aunque hoy no le pongo mucho empeño. Comienzo
suavemente, hasta que consigo llegar a un buen ritmo mientras respiro sin
dificultad. Una de las cosas que más me gustan de correr, es que tras varios
minutos me encuentro sola conmigo misma y tengo conversaciones bastante interesantes,
pero hoy no puedo dejar de pensar en todo lo que tengo que hacer mañana y
pasado mañana.
Llevo 20 minutos corriendo y
empiezo a notar algo extraño en mi pie derecho, algo que me molesta, como una
rozadura, algo que debería ser imposible con mis ultra-super-carisimas
zapatillas y los estupendos calcetines. No es momento de pararse, de frenar y
ver que pasa, así que sigo adelante, siempre adelante, como si me persiguieran
unos fantasmas. Sea lo que sea, no tiene importancia. Tan solo 10 minutos más
tarde el dolor del pie roza la tortura y en un mal paso me da un latigazo la
rodilla, pero sigo hacia adelante.
Normalmente, a estas horas hay
muchos corredores con los que me cruzo, pero hace rato que ya no veo ninguno, pienso
que tal vez esta ruta sea mejor hacerla durante el día. Ya ha oscurecido y
apenas veo donde piso, aunque lo cierto es que el silencio es muy agradable.
Ya llevo 45 minutos corriendo,
por hoy mas que suficiente porque el dolor del pie y de la rodilla me están
matando, aunque me surge una pequeña duda, como no veo ni torta no tengo muy
claro por donde volver, pero en vez de volver sobre mis pasos en la oscuridad,
sigo adelante, esta vez corro por llegar a casa. Sigo y sigo por lo que a mi me
parece una eternidad pero que apenas habrán sido 5 minutos. Empiezo a
sofocarme, hace rato que he perdido el ritmo y ya empiezo a cojear, sin
embargo, me niego a parar.
Hasta que ya no puedo más, freno
en seco y caigo al suelo rendida. La cabeza me da vueltas, hasta que poco a poco
mi respiración se normaliza. No entiendo como me ha podido pasar esto, yo que
soy tan previsora, calculo mi ruta, llevo le mejor equipación…. No me atrevo a
quitarme la zapatilla porque probablemente no pueda volver a ponérmela y según
mi móvil, el cual no tiene cobertura, me queda un par de kilómetros para llegar
a la carretera y otros dos más para llegar a casa, desde donde me llama telepáticamente
la ducha y el sofá. Empiezo a desesperarme un poco, porque todavía me queda un
trecho por recorrer, tengo mucha sed y empiezo a tener algo de frio. Sigo con
mis pensamientos derrotistas sin darme cuenta de que la luna esta saliendo entre
las colinas, una hermosa y gran luna llena que alumbrará mi camino.
Finalmente admito que tengo que
descansar unos minutos y veo que en la orilla del camino hay un pequeño
hierbín, así que me tumbo y cierro los ojos, mientras siento la hierba fresca a
mi alrededor. Asumo mi pequeña derrota, no pasa nada. Me pongo en pie
lentamente y camino sin prisa, cojeando hasta llegar a la carretera. Me duele
muchísimo y aún queda la última cuesta. Por allí pasa un coche que se para unos
metros más adelante, baja la ventanilla y una cabeza se asoma para preguntarme
si estoy bien, mientras me yergo como si no pasara nada, pero esta buena
persona ve lo que yo quiero ocultar, el dolor y el cansancio que no quiero
admitir. Vuelve a repetirme si necesito ayuda, y esta vez mis hombros se
relajan, mi cadera se posiciona hacia el lado izquierdo, bajo la mirada al
suelo y admito ante un extraño que necesito ayuda. Se baja del coche, se ofrece
a ayudarme a sentarme en el asiento del copiloto y de una bolsa saca una
botella de agua. Se me abren los ojos como platos. Cuando sacio mi sed solo soy
capaz de decir avergonzada un suave “gracias”. Mi “salvador”, con toda
normalidad, me pregunta donde necesito que me lleve y a mi me da reparo
molestarle. Entramos así, en una
conversación de besugos en el que el me asegura que no es molestia y yo me
muero de vergüenza, pero acabo por confesar donde vivo y lo que me ha pasado.
En cuestión de un ratito de nada,
ya estoy frente a la puerta de mi casa junto a un desconocido que me confiesa
que a él le pasó algo parecido tan solo hace una semana cuando fue a hacer trekking.
Su consejo, fue sencillo, cuando te duela para y cura, cuando no sepas donde
estás, vuelve sobre tus pasos, de vez en cuando echa la vista atrás para saber
por donde vas, mira por donde pisas no vayas a tropezarte y si te caes,
levántate lentamente, pero sobre todo si necesitas descansar para retomar o
cambiar tu camino, hazlo, esto no es una carrera.
Llego a mi casa cansada y
dolorida, cuando consigo quitarme las zapatillas y los calcetines, que acabo
por tirar a una esquina de la habitación me doy cuenta que se me ha abierto una
ampolla en el talón tan grande como una nuez. Esto va a tardar en curar unos
días, y me voy a la ducha tal como vine al mundo, sin mallas compresoras, ni
camisa transpirable, sin sujetador reductor deportivo, sin calcetines
reforzados, sin el brazalete y sin el móvil. Me siento sudada, sucia y
derrotada pero el agua tibia se lo lleva todo por la tubería. Salgo renovada,
relajada y me tumbo en el sofá con la sensación de que hoy he aprendido una
gran lección.
Muy bonito
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