martes, 8 de mayo de 2018

A RAS DE SUELO

A RAS DE SUELO


En una de esas calurosas tardes de Primavera en las que el cielo amenaza tormenta, una amenaza que apenas es un suspiro, camino por una senda que me llevará al alto de Ollate. El calor aún es fuerte y nada más comenzar mi caminata empiezo a notar como mi cuerpo se empapa y los mosquitos me rondan como pequeños vampiros en busca de mi dulce sangre. Sé que la ruta de hoy es más intensa de lo que últimamente suelo hacer pero también, sé que el premio merece la pena. 
No me apetece andar, no me gusta sudar y mis piernas están en modo huelga pero aún así cada paso me acerca al alto. Los primeros pasos que doy, discurren entre bojes antiguos, de fuertes y gruesos troncos que dan sombra, en forma de húmedas cuevas, a pequeños escarabajos y otros insectos. Poco a poco el camino se interna en un sombrío bosque de pinos, hayas y robles. Agradezco infinitamente su cobijo, la sombra que me protege durante el resto del camino que se ha convertido en una estrecha senda siempre cuesta arriba. 
A estas alturas mi respiración, desacostumbrada durante el invierno al ejercicio, es bastante agitada, de hecho jadeo y empiezo a marearme, necesito un descanso. Me siento sobre un tronco, de lo que parece haber sido un Abeto fulminado por las últimas nevadas, las ramas, ahora desnudas, se apoyan en el suelo de tal manera que parte de su tronco se eleva a más de un metro del suelo, me recuerda al esqueleto de una ballena. 
Por fin recupero el aliento y mis sentidos se han agudizados, los tordos avisan de mi presencia en su morada y a mi alrededor noto el aroma del tomillo florecido. Me levanto con brío y me pongo de nuevo en marcha, mis músculos han empezado a desentumecerse, me siento activada y aunque mi paso sigue siendo lento es más firme y seguro. No me desvío de la senda por la que han pasado cientos de personas en otro momento, en otros tiempos, tiene sus propios recuerdos que aún perduran, dólmenes que se mantienen erguidos a pesar de estar abandonados, es la historia de la montaña, es nuestra historia. Dejo atrás lo que en su momento habría sido una cámara funeraria en un entorno peculiar y la senda, se adentra en una alfombra de hojas secas caídas durante el Otoño. Entre ellas, se hacen un hueco los brotes de nuevas hayas. Miro hacia arriba y apenas veo el cielo ahora azul, los árboles han despertado de su letargo y en sus ramas han crecido tímidas hojas verdes que crean una red protectora. 
La amenaza de tormenta se ha quedado tan sólo en eso, una amenaza pero aún así la tierra emana olor a humedad, a lo que a mi parecer, huele el color verde, este aire limpio llega hasta mis pulmones haciendo que respire con normalidad. 
Sigo caminando, estoy empapada, el pelo me gotea y los mosquitos zumban alededor de mis oídos pero en mis rostro sólo se refleja una sonrisa, ni siquiera el esfuerzo me la puede arrebatar y sin darme cuenta llego a un claro. Los árboles desaparecen y el sol vuelve a hacer acto de presencia, llego a un explanada donde la hierba es fina y corta, como el césped de un campo de golf. De vez en cuando, me encuentro solitarios bojes que crecen bajo el viento del Otoño, las nieves del Invierno, las tormentas de Primavera y el sol abrasador del Verano. 
No tardo mucho en sentarme y  poco después en tumbarme para disfrutar de mi gran premio. Ese único momento en el que me parece sentir como me envuelve y me acepta la tierra aún húmeda, la noto en mis manos desnudas, suave y cálida. Incluso los mosquitos se han marchado, me han dado una tregua para dejarme escuchar el canto de los pájaros. Cierro los ojos y saboreo el aroma de todas las flores de este maravilloso jardín salvaje y mi respiración se vuelve lenta y pausada, no hay nada en este momento que me haga más feliz. 


Descanso, disfruto, sin prisa y al abrir los ojos descubro a ras de suelo grandes tesoros, un campo de flores con pétalos amarillos que van despidiéndose del día tal como las enormes margaritas que me rodean. Me incorporo y una pequeña roca llama mi atención, pequeños dibujos en forma de caracol me hacen pensar que esta tierra tiene una alma vieja y misteriosa, donde posiblemente existió un mar ahora se erige una montaña. 

La llamada de un corzo me trae de nuevo al momento y me doy cuenta de que en pocos minutos va a anochecer, debo desandar mis pasos sin entretenerme demasiado, me pongo de nuevo en marcha, esta vez cuesta abajo. De vuelta, el sol desaparece entre las gargantas del valle pero una suave luz me acompaña guiándome en el bosque que ahora parece haberse tornado misterioso, en el que los sonidos de los pájaros han dejado paso al canto de las lechuzas y al grito desesperado de los corzos que se esconden entre las hayas. Me despido mentalmente del lugar, del día pero sé que no tardaré en volver para disfrutar del encanto y los secretos que esconde el Valle del Almiradío.