CAPITULO 4
Alexandra salió de su pequeña ciudad no sin antes pasar por un lujoso concesionario y tomar prestado un precioso BMW deportivo que le acompañaría en su viaje. Era un magnifico día, como el de las últimas semanas, algo que no era habitual durante la Primavera en Navarra, un día perfecto para conducir hacia nuevos destinos.
Durante meses viajó por Europa, disfrutando de las maravillas que ahora le pertenecían tan sólo a ella, seguía sorprendiéndole tener todo a su alcance, todas las puertas abiertas, no le faltaba de nada pero muchas noches la soledad le invadía el alma mientras lloraba hasta quedarse dormida hecha un ovillo. Aquellas noches el cielo parecía también sentirse tan solo como ella descargando su tristeza en forma de lluvia. Al despertar, Alexandra volvía a recuperar la serenidad tras contemplar el nuevo día y comprobar que una mañana más el gran astro iluminaría su camino.
Recorrió Francia hasta llegar a París, donde la memoria de su madre se hizo más presente, pues sabía que le habría encantado la ciudad del amor, preciosa de día, mágica de noche, descubrió pueblos con grandes castillos medievales, ahora abandonados, imaginándose las batallas allí acontecidas en tiempos pasados. Llegando a Frankfurt, de nuevo los recuerdos y la soledad se hicieron intensos, durante mucho tiempo había pospuesto un viaje con su hermana a aquella ciudad, así que en su honor la recorrió por las dos grabando en su memoria cada rincón. Fueron muchos los kilómetros recorridos para ir a parar a Roma y visitar el Vaticano donde su padre, gran conocedor de la historia, habría recorrido de su mano pasadizos secretos y bibliotecas prohibidas, donde probablemente habrían desenmascarado las grandes mentiras de la Iglesia.
En cada rincón de aquel mundo, que ahora se le antojaba demasiado grande y solitario, recordaba a todas las personas que habían sido parte importante en su vida, desde grandes amigas al llegar a la desconocida y salvaje Georgia, a su mejor amiga de la infancia al maravillarse con los templos de Nepal y a su primer y único amor al explorar de nuevo Tahilandia recordando aquel viaje que realizó hace muchos años con é....
Habían pasado muchos meses desde que había cerrado la puerta de su casa, probablemente más de un año, ya no contaba los días y las horas, pero curiosamente los días cálidos de Primavera le seguían acompañando. No recordaba un día lluvioso, frío o desagradable, el sol siempre estaba allí para ella, su fiel compañero. Otra cosa eran las noches, oscuras, vacías, solitarias, tristes y lluviosas. Cada anochecer, Alexandra se acurrucaba en una cama diferente, siempre limpia, siempre ordenada, como si el tiempo no hubiera pasado por allí y volvía a llorar hasta perder el sentido.
Un día, tras cruzas la frontera de Thailandia con Malasia, se decantó por disfrutar de las preciosas playas de arena blanca y fina, donde el agua del mar llegaba sosegado y era tan transparente y limpio que podía ver toda la vida que aún había en el fondo marino. En una de esas playas se sentó, agotada, cansada de estar sola, cansada de huir, cansada de no saber que buscar y cansada de no encontrar respuestas y fue la primera vez en meses que, al derramar varias lágrimas, el sol desapareció tras una nube oscura que amenazaba tormenta. Alexandra se derrumbó sobre la arena aún caliente, esperando que la lluvia cayera sobre su piel y limpiara su alma o se llevara su cuerpo. Cerró los ojos esperando la tormenta y en pocos minutos sintió como el firmamento descargaba toda su furia a través de gruesas gotas de agua fría que se evaporaban nada más tocar la arena. Los rayos y truenos se oían cada vez más cerca, tan intensos que Alexandra podía sentir la vibración del sonido en su corazón y entonces tuvo miedo, un miedo visceral y arraigado ante la posibilidad y la perspectiva de morir sola que le obligó a abrir de nuevo los ojos en el momento justo de ver caer un rayo, una luz tan blanca como la nieve le cegó durante unos segundos. Aquel intenso fogonazo le hizo reaccionar y volver al mundo real.
Continuara. ...
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